La tarea del héroe

Tenía 39 años cuando nació. Y, como todas las veces anteriores, ese nacimiento fue un misterio. Misterio. Hacía un tiempo había escuchado a un rabino decir que lo contrario de la muerte no es la vida, sino el nacimiento. La muerte es un misterio y el nacimiento también. Ella tenía algo especial, pero nacer misteriosamente era algo común a todos, como el hecho de ser especial después de todo.

Tenía 39 años cuando nació. Y, como todas las veces anteriores, excepto la primera sobre la cual no se animaba a hacer afirmaciones, había decidido nacer. Nacer de adulto es una decisión. Decidir. Ese día había escuchado a un astrólogo decir que estábamos transitando el mejor momento del año para la transformación. Aceptar transformarse es una decisión. Implica salir de lo conocido. No necesariamente mudarse, cambiar de pareja, comenzar un emprendimiento. No. Era algo más profundo. Se trataba de cambiar patrones de respuesta. No. Se trataba de dejar de esperar a responder para iniciar acciones.

Tenía 39 años cuando nació. Y, a diferencia de las veces anteriores, esta vez era consciente de ello. Se daba cuenta de que estaba pateando el tablero. Y por primera vez no había previsto a dónde caerían las piezas de ese ajedrez que, hasta el momento, le había dado la falsa impresión de que tenía el control. Una falsa impresión funcional a la forma de transitar la vida que conocía.

Tenía 39 años cuando nació. ¡Treintay-nueve-años! ¡¿Cómo iba a nacer a los TREINTA Y NUEVE años?! Estaba loca.

Nacimiento. Misterio. Decisión. Consciencia. Locura. Había muchas palabras para definir un hito simbólico que era parte de un proceso más amplio, la consecuencia de un conjunto de situaciones que la habían sacudido como se sacude a un salero cuyo contenido se humedeció. Y también era la consecuencia de granos de arroz y semillas de café que la vida le fue poniendo para que pudiera moverse de formas menos violentas.

El hito simbólico no fue una frase de autoayuda, ni la sesión de terapia, ni el curso de escritura, ni las numerosas videollamadas con su familia. Ni siquiera fueron los sentimientos de rechazo o de reconocimiento (porque fluctuaban) que vivía en su trabajo. 

No. El hito fue otro. Una paloma había decidido ponerse a cagar sobre la baranda de su balcón. Vio toda la escena desde su cama. Y sin cambiar su mirada de incredulidad y sus ojos chiquititos de cansancio decidió que dejaría de pelear mentalmente con la vida. Así que le dirigió una expresión poco amable en voz alta. Asumió que la paloma la había escuchado y había entendido el mensaje, porque, según cuenta, la paloma giró un poco la cabeza siguiendo el sonido de sus improperios y voló, dejando su sorete ahí como si fuera El beso de Rodin en la sala 10 del Museo Nacional de Bellas Artes.

Se rio de su comparación e inmediatamente después recordó cómo se enojaba cuando todos le decían que veían colibríes en sus jardines. “Los colibríes vienen a contarnos que las almas de los que amamos están bien”. NUNCA vio un colibrí en su balcón. Tardó en entender que en el piso 9 de ese departamento de Congreso las condiciones climáticas hacen difícil la aparición de esos pajaritos. Se reía de su enojo, se indignaba igual un poco con el fundamentalismo del club de fans de los colibríes y se reía de su indignación. Y cuando se daba cuenta de todo eso, volvía a reírse de la escultura columbina.

Se cansaba, reía, lloraba, se indignaba, se enojaba, se volvía a reír y se cansaba de vuelta. Todo eso en menos de media hora. Pero cada vez las risas duraban más y las indignaciones duraban menos. Esa fluctuación de emociones había variado en frecuencia de aparición de sus componentes y en duración de la intensidad.

Volvió al hito, la paloma y su arte. Recordó todos sus Besos de Rodin y pensó en su locura. La abrazó y le agradeció. Sin ella, no habría podido nacer a los 39 años. Y ese nacimiento la hizo salir de la cama y abrir su libro de imágenes arquetípicas en una página cualquiera. Encontró esta frase sobre la simbología del camino:

«La tarea del héroe, el genio y el profeta es aventurarse en lo desconocido, donde no hay caminos, y eso puede tener como resultado el descubrimiento de una nueva ruta para la trastabillante humanidad.»

Así que decidió vestirse, sacar la bici y andar por un lugar que hasta ese momento no había transitado. No era nada demasiado heroico, ni demasiado genial, ni demasiado profético. Pero definitivamente era desconocido, tanto por el camino a recorrer como por la forma en que había decidido actuar. Había perdido el control. Y, claro, sucedió lo impensado.

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